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Carmen y el extraño vagón

  • Begoña Torres
  • 19 may 2017
  • 2 Min. de lectura

La puerta del metro se abrió. Carmen se metió dentro. Como todos los días cogía la misma línea para llegar al colegio: la circular. Le gustaba que no tuviese ni principio ni fin; podía coger el metro en cualquier dirección y siempre llegaba al mismo destino.

Ese día, el vagón estaba más vacío de lo habitual; a pesar de que casi todos los asientos estaban ocupados, todavía quedaban un par vacíos al lado de un niño. El pobre chico tenía las ropas sucias y aspecto de no haber comido durante mucho tiempo. No sin cierta reticencia, Carmen se sentó a su lado; estaba muy cansada y le pesaba mucho la mochila. Al principio, se limitó a mirar al chico por el rabillo del ojo, pero poco a poco fue observándolo más detenidamente. El niño no parecía haberse dado cuenta de su presencia; miraba fijamente la puerta del vagón, como si estuviese deseando que llegara su parada.

Carmen siguió observando al muchacho y sintió lástima por él. Lentamente le tocó suavemente el brazo, el chico giró su cabeza y miró a Carmen, sin cambiar de expresión: parecía que estuviese en trance.

- ¿Te encuentras bien?, ¿necesitas algo? – le preguntó Carmen.

El niño abrió los ojos como platos y sonrió; sin mediar una palabra se levantó de su asiento. En ese momento el metro paró y se abrieron las puertas; el muchacho se bajó rápidamente, sin mirar ni un segundo a Carmen.

Ella estaba muy sorprendida, le pareció que el muchacho había sido muy desconsiderado al no contestarle siquiera, pero no le dedicó ni un segundo más en su pensamiento. Carmen miró a través de la ventana, parecía que su estación no llegaba nunca.

Pasaban los minutos y el metro no dejaba de avanzar, pero su estación se retrasaba hoy más que de costumbre. La gente subía y bajaba con rapidez y Carmen seguía esperando a que llegase su turno para bajarse. Poco a poco la gente que subía al vagón empezó a mirar a Carmen con tristeza. Ella, ya no se percataba de ello, simplemente miraba fijamente a la ventana, esperando a que llegase su parada.

La puerta del vagón volvió a abrirse y subió una niña corriendo, llevaba una pesada mochila a la espalda. La niña miró a su alrededor y al final se decidió a sentarse al lado de Carmen. Al principio la niña se limitó a mirar a Carmen por el rabillo del ojo, pero poco a poco la fue observando más atentamente con aspecto de sentir lástima por ella.

- ¿Te encuentras bien?, ¿necesitas algo? – le preguntó la niña a Carmen.

En ese momento, Carmen abrió los ojos como platos y sonrió. El metro se detuvo y abrió sus puertas. Carmen se bajó rápidamente. ¡Por fin había llegado a su destino!

Carmen salió corriendo de la estación. Le sorprendió verse tan desaseada; pero, a medida que iba subiendo por las escaleras, parecía que la suciedad desaparecía.

En la calle brillaba el sol. Sintió como si llevase años sin verlo. En la acera de enfrente vio a un chico, limpio y bien aseado. Le reconoció inmediatamente, era el niño del metro. El chico miró a Carmen y sonrió, murmuró un “gracias” y salió corriendo.


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