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Entre Tinieblas. Capítulo 1. El encuentro


Vi como la luz de la casa de enfrente se encendía, no es que estuviese espiando, pero sentía curiosidad por saber quiénes iban a ser mis nuevos vecinos.

La casa llevaba más de un año deshabitada, y en menos de una semana desapareció el cartel de “Se Vende” de la puerta y apareció el camión de mudanzas. Seguía mirando a través de las rendijas de mi persiana, no entendía por qué mis padres no me dejaban tenerla levantada. A mí me encantaba la luz, de día la del sol y por la noche la de las estrellas. Soñaba con que los rayos del sol me diesen en la cara, sentir su calor, pero mi madre siempre intentaba evitar que estuviese el aire libre, ella odiaba el sol y la luz, vivía en la oscuridad, todos vivíamos en la oscuridad. Yo sabía que a mi padre también le gustaba la luz, había sido un gran deportista, pero renunció a todo por amor, por mi madre, y ahora vivíamos todos entre tinieblas, apenas alumbrados por unas cuantas velas.

Odiaba tener la piel tan blanca. Cuando me miraba en el espejo tenía la sensación de ver una niña enferma, una niña delgada y larguirucha, con ojeras negras debajo de unos ojos verdes casi transparentes y una larga melena negra. Todo en mí era largo, brazos largos, piernas largas, faldas largas, deseaba tener una minifalda, como la de las animadoras americanas, o unos pantalones cortos, pero mi madre insistía en tapar hasta el último hueco de mi piel.

- ¿Por qué mamá?, ¿por qué no puedo llevar faldas y vestidos como los de las demás niñas? – le preguntaba a mi madre.

- Porque Luna, tú nunca serás como las demás – me contestaba ella.

Pero eso no es verdad, pensaba yo. Me sentía como cualquier otra niña de diez años. Era cierto que no iba al colegio porque mis padres preferían que estudiase en casa, que no me llevaban al parque a no ser que fuese por la noche y que por eso no tenía amigos, pero yo no era diferente. Yo quería ir al colegio, salir de día y viajar, deseaba ver el mar, poder tumbarme en la arena y tostarme al sol, pero sobre todo quería tener un amigo, alguien con quien hablar, jugar y compartir secretos.

Levanté un poco más la persiana y pude ver mejor la ventana de enfrente, allí había un chico rubio, de unos doce años, dando patadas a una pelota de fútbol.

- ¡Daniel, para! – Oí que decía una voz de mujer – Las paredes están recién pintadas, y espero que sigan limpias por lo menos una semana.

El chico suspiró y se acercó a la ventana, tenía una cara aniñada, con unos enormes ojos oscuros y su piel estaba muy bronceada. Miró hacia mi ventana y me vio. Yo me agaché lo más rápido que pude, pero le oí que decía.

- Hola.

Yo no contesté y seguí agachada.

- ¡Eh, hola! Es a ti, la que estás agachada. Sé que estás ahí, veo la parte de arriba de tu cabeza desde aquí.

No sabía qué hacer, tenía curiosidad por hablar con aquel chico, pero tenía miedo de lo que pensase sobre mí.

- Oye, que no voy a comerte. Soy nuevo aquí y solo quiero saber qué tal es el barrio. - Volvió a insistir Daniel.

Me incorporé poco a poco y le vi mirando hacia mi ventana con una sonrisa. Tenía la sonrisa más bonita que había visto nunca.

- ¡Vaya!, pensaba que no querías hablar conmigo- dijo Daniel.

Yo no sabía que decirle, pero no conseguía apartar mi mirada de él. Sentí miedo. ¿Qué iba a contarle?, llevaba más de cinco años viviendo allí, pero apenas conocía el barrio. No, no podía decirle eso, estaba segura que iba a pensar que era rara y yo no quería que pensase eso de mí.

- No eres muy habladora ¿verdad? – afirmó el chico -. Yo me llamo Daniel.

- Ya lo sé – contesté.

Daniel puso cara de sorpresa y me dijo.

- ¿Qué lo sabes?, ¿qué pasa?, ¿eres adivina?

Sentí como la sangre se me subía a la cara.

- No, escuché como te regañaban – contesté.

- ¡Ah!, así que eres una espía – Daniel parecía que se estaba divirtiendo al verme en apuros -. Y tú, ¿tienes nombre?

- Me llamo Luna – respondí.

- Un nombre muy nocturno – dijo él -. Te pega, cuéntame Luna, y ¿qué hacéis aquí para divertiros?

Yo me encogí de hombros.

- No sé, lo mismo que en todas partes, supongo. – Contesté mintiendo, no tenía ni idea cómo se divertían los niños en mi barrio o en otra parte, mi conocimiento se limitaba a películas que veía por la tele y a lo que espiaba por la ventana.

- Puede ser – dijo él –, pero a mí me encantaba mi antigua casa, estaba muy cerca de la playa.

- ¿La playa? – Le pregunté.- ¿Tú has visto el mar?

- Sí claro, ¿tú no? – preguntó Daniel asombrado.

- No, la verdad es que no viajamos mucho – respondí avergonzada y baje los ojos para no tener que mirarle.

- Luna, ¿qué estás haciendo?, ven inmediatamente – me llamó mi madre.

- Lo siento, tengo que irme. Adiós – dije y bajé rápidamente la persiana.

- Adiós Luna – oí que decía Daniel.

Fui al salón, allí estaba mi madre sentada en la mesa con Alberto, mi hermano pequeño, tenía cinco años y estaba aprendiendo a leer. Alberto era diferente a mí, se parecía a mi madre, a él le gustaba la oscuridad y estar solo, no necesitaba amigos para jugar. Ambos tenían el pelo muy negro, como yo, pero también tenían los ojos muy oscuros, mi padre decía que parecían carbones y tenían la piel tan blanca, que a su lado yo parecía bronceada.

- Han llegado los vecinos nuevos – comenté.

Ellos se quedaron callados y continuaron leyendo.

- Tienen un niño más o menos de mi edad – les expliqué.

- Luna, ¿has hablado con ellos? – me preguntó mi madre.

- No, solo con Daniel – respondí.

- Daniel, ¿quién es Daniel? – insistió mi madre.

- El hijo de los nuevos vecinos. Me vio mirando por la ventana y quiso preguntarme como era el barrio. Es muy simpático – expliqué.

- Luna, pero ¿en qué estás pensando? – Me regañó mi madre – sabes que no debes subir las persianas y muchos menos hablar con nadie.

- ¡Te van a castigar, te van a castigar! – canturreó Alberto riéndose.

- Calla Alberto – dijo mi madre y me miró muy enfadada.

- Pero mamá, ¿por qué no puedo hablar con nadie? – pregunté.

- Ya lo sabes Luna, tu hermano y tú sois muy especiales. El deber de tu padre y el mío es protegeros, no queremos que nadie os haga daño. Esta conversación la hemos tenido cientos de veces y, por ahora, es la única solución, quizás dentro de un tiempo las cosas puedan cambiar – me explicó mi madre.

- Pero yo estoy harta. Quiero ser como las demás niñas. ¡Quiero salir a la calle, quiero ir al colegio, quiero tener amigos y, sobre todo, no quiero que me protejan! – le grité a mi madre y salí corriendo a mi habitación.


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