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Ricardo y el misterioso secuestrador


Natalia bostezó por quinta vez en una hora. Ricardo la miró y yo intenté abanicarles, pero Ricardo me dijo:

- ¡Kelvin! Estate quieto me estás poniendo nervioso.

Hacía mucho calor y eso hacía que la sensación de aburrimiento fuese todavía más grande. A Natalia y a Ricardo les encantaban los detectives y, por eso, habían decidido abrir su propia agencia en el barrio. Pero llevaban ya tres tardes abiertos y todavía no había aparecido ningún cliente. El resto de los niños se burlaban de ellos. “¿Habéis capturado ya algún ladrón?” les decían cuando pasaban por su lado o “ a mi abuela le han robado la dentadura postiza” añadían mientras sonaban las carcajadas de todos. A pesar de todo Natalia y Ricardo no perdían la esperanza de conseguir un gran caso pero, mientras tanto, esa larga espera se les estaba haciendo insoportable. Natalia volvió a bostezar. La puerta del jardín de Ricardo se abrió de golpe y Daniel entró corriendo. Fui a saludarle pero Daniel me ignoró.

- ¡Tenéis que ayudarme! – exclamó.

Natalia y Ricardo sonrieron. ¡Por fin un cliente!

- Mi vecino es un secuestrador – aseguró Daniel con cara asustada.

Natalia y Ricardo se miraron sorprendidos.

- ¿Por qué dices eso? – le preguntó Natalia.

- Desde ayer no paro de escuchar una voz en su casa que no para de decir “Socorro, ayúdame, sácame de aquí”. Se lo he contado a mis padres, pero me han dicho que tengo mucha imaginación y no me han hecho caso.

Natalia y Ricardo se miraron expectantes.

- ¿Quién es tu vecino? – preguntó Natalia.

- Es el señor Rodríguez – explicó Daniel -. Es un anciano que apenas sale de su casa. A mí siempre me ha dado un poco de miedo porque parece que siempre está enfadado, pero mis padres me dicen que le gusta estar solo.

- Bueno, pues ese es un caso para nosotros – dijo Ricardo.

Yo me puse muy contento, por fin íbamos a salir de ese jardín. Llevábamos tantos días encerrados allí que ya casi no me acordaba como era la vida fuera. Salimos los cuatro en dirección a la casa de Daniel. Cuando llegamos nos quedamos en la acera mirando la casa de su vecino. Enseguida supe que algo no iba bien, lo notaba, alguien corría un verdadero peligro, quise decírselo a mis amigos, pero no me hicieron caso.

- Shiiish, Kelvin, calla – me dijo Ricardo. Yo no entendía por qué no me escuchaban, pero me limité a quedarme con ellos; sin embargo, no podía evitar esa sensación de que algo grave estaba ocurriendo y sentía como se me erizaban todos los pelos de mi cuerpo.

Nos metimos en el jardín del señor Rodríguez y nos agachamos detrás de un arbusto. No llevábamos ni cinco minutos allí cuando escuchamos una voz que decía:

- ¡Socorro, ayúdame, sácame de aquí!

Todos nos miramos asustados.

- ¿Veis? – dijo Daniel – No me lo estaba imaginando. Mi vecino ha secuestrado a alguien. ¿Qué hacemos ahora?

Ricardo y Natalia se miraron. Intuí que no sabían qué hacer, una cosa era jugar a los detectives y otra era encontrarse con un secuestrador de verdad. Pero, ¿por qué no me hacían caso?

- Creo que deberíamos llamar a la policía – dijo Natalia.

- ¿Pero y si no nos creen? – dijo Daniel -. Mis padres piensan que me lo he imaginado.

- Deberíamos entrar – dijo Ricardo.

- Pero ¿y si el secuestrador está armado? – dijo Natalia.

Todos volvieron a quedarse en silencio. Yo estaba ahí, mirándolos, con esa sensación que nunca me había fallado de que algo no iba bien. A pesar de que Ricardo no quería que me moviese decidí actuar por mi cuenta. Salí corriendo en dirección a la casa. A mi espalda oí como Ricardo me llamaba diciéndome que volviese con ellos, pero yo le ignoré. Di una vuelta a la casa y, enseguida, encontré una ventana abierta. Tan silenciosamente como pude, entré en la casa. Todo estaba en penumbra, pero no me costó mucho orientarme, era como si supiese hacia dónde tenía que ir. Allí lo encontré, tirado en el suelo, estaba inconsciente, un señor de unos ochenta años, que aparentaba que se había caído, a su lado una jaula con un loro, que al verme dijo “Socorro, ayúdame, sácame de aquí”. Yo empecé a gritar como un loco llamando a mis amigos para que me ayudasen.

Al día siguiente fuimos todos al hospital a visitar al señor Rodríguez, que se había caído intentando colocar una estantería y que gracias a nosotros había logrado salvarse. En la puerta nos paró una enfermera.

- El perro no puede pasar – dijo mirándome fijamente.

- Kelvin le ha salvado, creo que con él podría hacer una excepción. Es el mejor amigo que nadie puede tener – dijo Ricardo.

La enfermera pareció dudar.

- Está bien – dijo al fin sonriendo – Podéis pasar, pero sólo unos minutos.

Entramos todos en la habitación y el señor Rodríguez nos recibió con una enorme sonrisa. En ese momento supe que había ganado a otro amigo.


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