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Cartas a la abuela


Mayo de 1978.

Querida abuela:

Te escribo para contarte que el sábado pasado, el día de Corpus Cristi, hice mi Primera Comunión. El día fue caluroso y soleado. Me levanté por la mañana y mamá me puso mi vestido, todo blanco y lleno de volantes, que me llegaba hasta los pies. Me pasé un buen rato girando para ver como la falda bailaba a mi alrededor hasta que mamá me regañó.

- Si no tienes cuidado te ensuciarás el vestido - me dijo con esa voz tan seria que ella sabe poner. A veces me pregunto si cuando era pequeña también te hablaba a ti con esa voz.

Para no enfadar más a mamá me quedé sentada en el sofá leyendo mi librito nacarado de oraciones. Me gusta mucho pasar las pequeñas hojas bordeadas con un filo dorado, miro los dibujos y, a veces, me leo las oraciones, pero aunque lo intento no consigo memorizarlas. Por suerte, el cura no me preguntó ninguna al darme la Comunión. Mamá volvió a asomar la cabeza en el cuarto donde yo estaba y volvió a poner su voz seria.

- Ten cuidado que te vas a arrugar el vestido.

Al final terminé por esperar más de una hora de pie. No entiendo porqué mamá me puso el vestido tan pronto, debe ser para que lo pudiese amortizar, porque un día oí quejarse a papá de lo caro que resultaban los vestidos de Primera Comunión.

- Total, sólo lo va a utilizar unas cuantas horas, puede hacer la comunión con cualquier vestido - gruñía papá.

- Mi hija llevará un vestido blanco como todas las niñas. Es un día muy importante para ella y quiero que sea feliz. Además, ¿que dirá la gente si la ve aparecer con cualquier vestido? - gritó mamá.

Al final se decidió que iba a llevar el vestido más caro y que el banquete se celebraría en un hotel de mucho postín, yo hubiese preferido ir al Parque de Atracciones, pero mamá me explicó.

- Las niñas de buena familia tienen que celebrar banquetes elegantes, ¿no pretenderás que nuestros invitados coman mientras se suben a una montaña rusa?. Además mira que comida más buena - me dijo mamá mientras me enseñaba un menú escrito en una lengua muy rara.

- No entiendo nada - le confesé a mamá.

- Es francés - me explicó, porque mamá sabe muchas cosas -. De primero habrá voul au vent de champiñón y de segundo lenguado meunière.

- ¿Eso es pescado? - le pregunté a mamá.

- Sí - me dijo -. Uno muy bueno.

- A mí no me gusta el pescado - le expliqué a mamá -. Yo prefiero un perrito caliente.

Mamá se levantó muy enfadada y chillando que si yo había sacado los genes de mi padre, que si no entendía lo importante que era la celebración, que si ella se estaba sacrificando por mí y yo se lo pagaba siendo una desagradecida. Al final para no poner más triste a mamá le dije que comería el pescado. Mamá se secó las lágrimas con un dedo y me abrazó.

- Esta es mi niña - me dijo -. Va a ser la más guapa de toda la Iglesia.

- ¿Me regalarás una bicicleta por mi Comunión? - la pregunté esperando que comer pescado tuviese una recompensa.

- De bicicletas nada, ya te he comprado el servilletero de plata.

Mamá me había regalado un servilletero con las iniciales SP grabadas en unas letras muy cursis, mamá decía que eran las iniciales de mi nombre Silvia Prieto, pero yo pienso que las letras significan servilletero de plata, para que nunca pueda olvidar lo valioso que es y, aunque mamá dice que es un regalo muy caro que conservaré toda la vida, yo hubiese preferido que me regalase una bicicleta como la del escaparate de la juguetería de la esquina, de color azul brillante y con una cestita blanca entre el manillar para poder llevar los juguetes. Mamá volvió a asomarse a la habitación para comprobar que mi vestido blanco seguía intacto.

- Silvia, cariño, no te acerques a ningún mueble, no te vayas a ensuciar.

Así que el resto de mi espera tuve que seguir de pie alejada de cualquier objeto y más aburrida que una ostra. Al final conseguimos salir de casa a las once menos cuarto, después que papá y mamá se peleasen cinco veces por las corbatas que escogía papá para su traje, una no pegaba, otra era muy fea y así hasta que mamá la escogió por él, después de gritarle que no entendía como se podía haber casado con un hombre que tenía tan poco gusto. La misa empezaba a las once, así que papá tuvo que saltarse unos cuantos semáforos para llegar a tiempo, mientras que le decía a mamá que si le ponían una multa iba a pagarla ella por retrasarnos a todos, mamá le gritaba que no le pusiese más nerviosa de lo que estaba y de vez en cuando volvía su cabeza hacia mí para decirme.

- Ten cuidado cariño, no te arrugues el vestido.

Yo asentía con la cabeza y no abría la boca, porque he aprendido que cuando discuten papá y mamá es mejor quedarse callada, si no quiero que me acaben regañando a mí. Por fin llegamos a la iglesia, estaban en la puerta esperándonos todos nuestros invitados: la tía Lola con el tío Fernado y el asqueroso del primo Luisito que siempre tiene el dedo en la nariz y si te descuidas intenta limpiarse en tu ropa, esperaba por su bien que no acercase su dedo a mi vestido, porque sino mamá le daría una buena zurra; también estaban el tío Paco y la tía Ursula con sus cinco hijos, cuatro niños y una niña, pero yo sólo me llevo bien con Merceditas, que tiene ocho años como yo y el mes pasado también hizo la comunión. A mamá no le gusta que sea tan amiga de Merceditas, porque dice que ha sacado los genes de la familia de papá, yo lo veo normal, porque el tío Paco es el hermano de papá, además mamá dice que no es nada fino tener tantos hijos, que lo que se lleva es tener sólo una niña, como yo, por eso mamá siempre está a la última moda. También habían llegado mis otros abuelos; y la tía Milagros y el tío Roberto; y unas amigas de mamá que tienen la costumbres de pellizcarme los mofletes hasta ponérmelos rojos cada vez que me ven.

Entramos todos en la iglesia, yo me tuve que sentar en los primeros bancos con los otros niños que hacían la comunión. A la izquierda tenía a un niño vestido de marinerito que no paró de llorar en toda la misa, mientras que su mamá le decía que se callase desde cuatro bancos más atrás. A la derecha tenía a una niña que debía llevar un vestido más barato que el mío porque tenía muy pocos volantes. La niña ponía cara de sufrimiento para demostrarle al cura que era muy buena, así que decidí poner también cara de sufrimiento para que no pensase el cura que yo no era buena, pero como no me salía tuve que pellizcarme el brazo, lo malo es que lo hice tan fuerte que me hice daño y se me escapó un grito. El niño vestido de marinerito lloró más fuerte y la niña puso más cara de sufrimiento, el resto de los niños empezaron a reírse y el cura me miró muy enfadado y yo me pasé el resto de la misa dudando sobre si al final me daría la comunión.

El señor cura, que llevaba una sotana tan blanca como mi vestido pero sin volantes, estuvo hablando mucho rato. Yo, al principio, lo escuché muy atenta, pero cuando ya llevaba un rato regañándonos por ser unos niños en pecado y gritándonos que solo llegaríamos a ser buenos siguiendo a Jesús, yo me distraje. Total no sabía poner cara de sufrimiento como la niña del vestido barato, así que me contenté con ser una niña pecadora, pero con un vestido caro. Me entretuve el resto del sermón pensando que pediría a Merceditas que se comiese mi lenguado como regalo de comunión. Sin saber como me encontré con la sotana blanca sin volantes del cura delante de mí y una mano que se acercaba a mi boca mientras me decía:

- En el cuerpo de Cristo.

- Amén - susurré no fuese que el señor cura notase que tenía voz de niña pecadora.

Sin darme tiempo ni a respirar la mano me metió en la boca una ostia pequeñita también blanca como mi vestido y la sotana del cura. Enseguida sentí una cosa pastosa que se me pegaba al paladar y, por mucho que intentaba quitármela con la lengua, no lo conseguía. Por el rabillo del ojo vi como la niña del vestido barato se arrodillaba y ponía más cara de sufrimiento mientras rezaba en voz bajita. Yo, para que no se notase que era una niña pecadora, me arrodillé también, pero como no había conseguido memorizar ninguna oración le pedí a Jesús que eliminase los lenguados de mi banquete en vez de multiplicarlos como en el milagro de los panes y los peces que nos había contado un día la profesora de religión. A mí me parecía más fácil hacer desaparecer los lenguados y así Jesús podría multiplicarlos en otro banquete.

Justo cuando conseguí tragarme la cosa pastosa la niña del vestido barato se levantó y yo me levanté también. El niño vestido de marinerito seguía llorando, a mí me daba un poco de pena, e intenté consolarlo:

- No te preocupes, yo también soy una niña pecadora - le susurré al oído, porque pensé que estaba triste por no poder poner cara de sufrimiento.

El niño me miró con ojos asustados y comenzó a llorar aún más fuerte. Su mamá chilló desde cuatro bancos más atrás:

- Niña, la del vestido de volantes, deja en paz a mi Rodriguito.

- Oiga usted, que mi hija no está haciendo nada - me defendió mi mamá.

El señor cura nos miró a todos muy enfadado y mi mamá y la mamá de Rodriguito dejaron de discutir.

- Podéis ir en paz - nos dijo.

A mí me dio la impresión que estaba deseando que nos fuésemos. Salimos de la iglesia y vinieron mis invitados a darme la enhorabuena. A mí no me parecía tan importante haber comulgado pero hice como si lo fuese. Mamá se puso detrás de mí e iba dando besos a los invitados mientras les decía:

- ¿Verdad que Silvia era la más guapa de toda la iglesia?

- Sí, sí - asentían todos -. Es la que lleva el vestido con más volantes.

Mamá sonreía satisfecha porque todos se habían dado cuenta de que yo llevaba un vestido caro. Vi a Rodriguito bajo un árbol que seguía lloriqueando abrazado a su mamá. Y la niña del vestido barato estaba saludando a sus invitados y parecía que les gustaba su vestido aunque fuese barato, estaba tan contenta que ya no tenía cara de sufrimiento y se le había puesto cara de niña pecadora.

Merceditas vino a saludarme.

- Ya se que quiero que me regales por mi comunión.

- ¿El qué?

- Que te comas mi lenguado.

Merceditas lo meditó durante un ratito, puso una cara muy seria porque se trataba de una difícil decisión.

- Bueno, vale - me dijo.

Y yo me puse tan contenta que la cogí de la mano y nos pusimos a saltar de la alegría.

- Silvia, ten cuidado que te ensucias el vestido y quiero que llegues limpia al hotel para poder hacerte las fotos - me chilló mamá.

Papá decidió que ya era hora de ir a comer. Mamá dejó que Merceditas viniese con nosotros en el coche, así que nos sentamos las dos en asiento de atrás, sin parar de reírnos, porque cuando Merceditas y yo estamos juntas nos reímos por todo.

- ¿Sabes que mi vestido es el más caro?

- No - contestó Merceditas, que no estaba muy puesta en moda, porque tenía muchos hermanos.

- Pues sí, porque tiene muchos volantes.

- ¡Ah! - Merceditas miraba asombrada los volantes.

- ¿Tu vestido cuantos volantes tenía?

- No se, uno o dos.

- Entonces es de los baratos.

- Silvia, cariño, no es elegante decir que tu vestido es caro - me explicó mamá, aunque me pareció que sonreía de satisfacción.

Papá murmuró algo entre dientes, y mamá le miró muy enfadada, pero no le dijo nada.

- ¿Tú sabes poner cara de sufrimiento? - le pregunté a Merceditas y ella intentó ponerla, pero tampoco le salía, más bien parecía que necesitaba ir al baño.

- No te sale - le expliqué -. A mí tampoco, pero la niña que estaba a mi lado y que tenía un vestido barato la ponía muy bien, así que había pensado que como tú también tenías un vestido barato me habrías podido enseñar a ponerla, pero no te sale.

- Silvia, basta ya con los vestidos - me chilló papá -. Es culpa tuya - le dijo a mamá -. Estás todo el día llenándola la cabeza de tonterías.

- Ahora no quiero discutir Manolo, que están las niñas delante.

Papá y mamá no volvieron a hablar hasta que llegaron al hotel. Merceditas y yo nos dedicamos a contar cuantos coches azules y rojos pasaban por nuestro lado. Merceditas contaba los azules y yo los rojos, al final la gané por dos.

Cuando llegamos al hotel ya eran las dos de la tarde, a mí me sonaban las tripas porque había desayunado muy temprano y casi me arrepentí de haberle dicho a Merceditas que se comiese mi lenguado.

Entramos en el hotel y un señor vestido igual que un pingüino vino a recibirnos, le dio la mano a papá y a mamá y a mí me pellizcó el moflete. No entiendo porqué todos los adultos tienen que pellizcarnos los mofletes. El hombre pingüino nos llevó hasta una terraza donde ya estaban esperándonos nuestros invitados, y que estaba llena de mesas con manteles tan blancos como mi vestido. También había una mesa alargada donde había patatas fritas, aceitunas y refrescos y donde estaban Tomás, Jaime, Ricardito, Carlitos y el asqueroso de Luisito que, otra vez, tenía el dedo dentro de la nariz. Merceditas y yo nos acercamos a la mesa. Tomás, el hermano mayor de Merceditas, que tiene doce años, se plantó ante nosotras.

- ¿Qué hacéis vosotras aquí?. Esta mesa es sólo para hombres.

Merceditas, que tenía mucho miedo a su hermano, empezó a retroceder, yo la cogí de la mano para que no se marchase.

- Es mi comunión, y la mesa será para quien yo diga, para eso pagan mis papás el banquete.

Tomás pareció dudar, y sus hermanos y el primo Luisito le miraron para ver que hacía.

- Está bien, podéis quedaros, pero tenéis que hacer lo que yo diga.

A mí no me pareció muy buena propuesta, pero Merceditas asintió rápidamente y no quise quitarle la razón, así que pasé un buen rato oyendo hablar de fútbol y comiendo patatas, hasta que al final me cansé.

- ¿Sabéis que mi vestido es muy caro porque tiene muchos volantes? - les dije para impresionarles.

- Y a mí qué - me contestó Tomás -. Eso son cosas de niñas y si quieres estar aquí sólo puedes hablar de cosas de hombres.

- Pues hablar de fútbol es muy aburrido, además tú no eres un hombre, sólo eres un niño - le contesté dándomelas de muy enterada.

El resto de mis primos volvieron a quedar en silencio y Merceditas no sabía donde meterse por miedo a la reacción de su hermano, porque Tomás siempre la estaba gritando y pegando en su casa y la pobre Merceditas siempre tenía que hacer lo que decía Tomás.

- Qué sabrás tú - me dijo Tomás rabioso.

- Pues se que los hombres tienen pelos por todo el cuerpo, hasta en la cara, y tú no tienes ni un simple bigotillo, así que solo eres un niño.

- Que no tenga pelos en la cara no significa que no los tenga en el cuerpo - me explicó Tomás que no quería dar su brazo a torcer.

- Pues enséñamelos - le reté.

- Enséñaselos, Tomás. Así se callará esta niñata - le dijo Jaime, que también debía creerse muy hombre aunque sólo tiene dos años más que yo.

- Ahora no quiero - replicó Tomás.

- Eso es que no tienes pelos. ¡Mentiroso! - le dije, y comencé a cantarle - Mentiroso, mentiroso, mentiroso.

Tomás se iba poniendo cada vez más rojo, no se yo si por rabia o por la vergüenza de no tener pelos. El resto de mis primos lo miraban con desilusión y yo seguía llamándolo mentiroso. Mi papá se acercó a la mesa donde estábamos:

- ¿Qué pasa aquí?, ¿es que no podéis pasar ni un minuto sin armar un escándalo?

- Es que Tomás es un mentiroso porque no tiene pelos.

- Silvia, no se llama mentirosas a las personas, así que ya estáis haciendo las paces y daos un beso, que para eso sois primos.

- ¿Un beso? - Pregunté pensando que prefería comerme el lenguado antes que tener que besar a Tomás.

- ¡Qué asco! - corearon el resto de mis primos.

- Dejaos de ascos y de tonterías, os dais un beso o estáis castigados toda la tarde - nos amenazó papá mientras nos cogía a Tomás y a mí de un hombro. Papá obligó a Tomás a bajar la cabeza hasta que estuvo a mi altura y pude darle un beso en la mejilla -. Así está mejor - dijo papá - y no quiero volver a escucharos en toda la tarde.

Papá se marchó y yo me limpié la boca con la mano mientras Tomás hacía lo mismo con su mejilla.

- ¡Que asco! - volvieron a corear mis primos.

Yo sentía que debía estar tan roja como Tomás, porque la cara me ardía.

- Vámonos, Merceditas, que ya no quiero estar con una panda de niños sin pelo.

Merceditas salió corriendo detrás mío, mientras oía que mis primos decían.

- Eso, idos, niñatas. Aquí solo molestáis.

Desgraciadamente la separación no duró mucho tiempo, porque después de que me hiciesen las fotos, nos pusieron a comer a todos juntos en la misma mesa. Al principio no pasó nada, hasta que los camareros trajeron los lenguados. Todos miramos con cara de asco el pescado que estaba cubierto con una salsa blanca, y que olía fatal. Yo le dije a Merceditas al oído.

- Acuérdate que como regalo me has prometido comerte mi lenguado.

Merceditas tenía aspecto de ir a ponerse a llorar en cualquier momento, pero asintió con la cabeza, así que yo le puse mi pescado en su plato.

- ¿Por qué haces eso? - me preguntó Tomás que no paraba de juguetear con el tenedor sobre el lenguado, sin atreverse a probarlo.

- Porque Merceditas, como regalo de comunión, se va a comer mi pescado.

- Pues también te vas a comer el mío, porque soy tu hermano mayor - le dijo Tomás a Merceditas y sin darle tiempo a reaccionar también puso su lenguado en el plato de Merceditas.

- ¡Y el mío, y el mío! - Gritaron el resto de sus hermanos y, hasta el asqueroso del primo Luisito, que solo se sacó el dedo de la nariz para poner su lenguado en el plato de Merceditas que, en cuestión de segundos, tuvo siete lenguados sobre su plato.

Merceditas comenzó a llorar, al principio muy bajito, pero cada vez que miraba su plato lloraba más fuerte. Papá y tía Ursula vinieron corriendo a la mesa para ver que pasaba. Papá al ver el plato de Merceditas se enfadó muchísimo.

- Es que me había prometido que se comería mi lenguado como regalo de comunión - intenté explicarle a papá

y el resto de mis primos también intentaron explicarse.

- ¡A callar todos! - gritó papá -. Os vais a comer cada uno vuestro lenguado y, entre todos, os comeréis el de Merceditas y no quiero ver que quede ni una espina.

La tía Ursula abrazó a Merceditas, que ya había dejado de llorar al ver que no tenía que comerse los lenguados.

- ¿Qué quieres comer tú, Merceditas? - le preguntó la tía Ursula.

- Un perrito caliente con patatas - dijo ella todavía con voz triste.

- Pues vente a nuestra mesa que ahora te lo trae un camarero - le dijo papá.

Así Merceditas se fue a la mesa de los mayores cogida de la mano de tía Ursula, saltando de alegría pensando en su perrito caliente, mientras que nosotros nos quedábamos con los lenguados. A mí no me pareció justo, yo era la niña de la comunión y tenía que comer lenguado, mientras Merceditas se comía un perrito. Pensé que si me ponía a llorar a lo mejor también me daban otro perrito. Empecé a llorar muy fuerte para que me oyeran los mayores. Papá volvió a levantarse de la mesa y traía cara de estar muy enfadado.

- Silvia, ¿Qué pasa ahora?, ¿es qué no me vas a dejar comer en paz?

- No me gusta el pescado - dije sollozando -. Yo también quiero un perrito caliente.

- Pues te vas a comer el lenguado - me chilló papá.

Yo me puse a llorar todavía más fuerte. Mamá se levantó de la mesa y vino hacia nosotros.

- ¿Qué pasa aquí?. Estáis dando un espectáculo.

- La niña, que no se quiere comer el lenguado - le explicó papá.

- Pues déjala que coma lo que quiera, no ves que se está llevando un disgusto y es su comunión. Va a salir feísima en las fotos con la tarta - le contestó mamá y luego me preguntó -. Silvia, cariño, ¿qué es lo que quieres?

- Un perrito caliente con muchas patatas fritas - le dije a mamá aún sollozando.

- Pues ven con mamá que ahora te lo traerá un camarero.

Mamá me cogió de la mano y me llevó hacia la mesa donde también estaba Merceditas, que ya se estaba comiendo su perrito caliente. Yo giré la cabeza y le saqué la lengua a mis primos que me miraban con envidia por no tener que comerme el lenguado.

Apenas llevaba un minuto sentada en la mesa al lado de Merceditas cuando el resto de mis primos comenzaron a llorar todos a coro, incluso Tomás que se las daba de hombre, así que todos terminamos comiendo perritos calientes con patatas fritas y los lenguados desaparecieron con los camareros.

Por fin trajeron la tarta que tenía tres pisos y, en el último, una muñequita vestida de comunión que era muy bonita, aunque llevaba un vestido barato sin volantes. Me levanté para partir la tarta con un cuchillo larguísimo y el fotógrafo me hizo un montón de fotos. La tarta estaba buena, mamá me dijo que se llamaba San Marcos, era de nata, yema y por dentro tenía chocolate, yo hubiese preferido que fuese solo de chocolate, pero mamá me explicó que esta era una tarta más elegante. Cuando terminé de comer mamá me dijo que me levantara para dar los recordatorios a los invitados y una bolsita de peladillas rosas y blancas que mamá había encargado para las señoras. Mis invitados, a medida que les iba dando los recordatorios, me daban sus regalos. El tío Fernando y la tía Lola me regalaron un álbum muy bonito para poner todas las fotos de mi primera comunión. La tía Lola es hermana de mamá y también es muy moderna porque sólo tiene un niño aunque sea asqueroso. El tío Paco y la tía Ursula me dieron mil pesetas. La tía Milagros y el tío Roberto me regalaron una cámara fotográfica. La tía Milagros es hermana pequeña de mamá y también es mi madrina, aún no tiene hijos porque se ha casado hace menos de un año, pero mamá dice que la tía Milagros sólo tendrá un hijo porque es la más moderna de las tres. Una vez le pregunté a mamá si tú no eras moderna, porque habías tenido tres niñas, pero mamá me explicó que cuando tú te casaste lo que se llevaba era tener tres niñas. A mí me hubiese gustado nacer entonces porque así tendría hermanas para poder jugar. Mis otros abuelos me regalaron un jersey azul, que es mi color favorito, que me había hecho la abuela. Y las amigas de mamá me regalaron una buena tanda de pellizcos en los mofletes y más dinero. Me gustaron mucho los regalos, pero yo seguí suspirando por la bicicleta azul brillante con el cestito blanco. Papá, que ya estaba de mejor humor, me salvó de las amigas de mamá y me cogió en brazos como cuando era pequeña. Mamá le chilló desde la mesa.

- Manolo, cuidado con el vestido de la niña, que se lo vas a arrugar.

Pero papá hizo como si no la oyese y me dijo:

- Silvia, ya te estás convirtiendo en toda una mujercita, pero hazme un favor, no te parezcas a tu madre.

- ¿No quieres que sea moderna? - le pregunté a papá extrañada.

- Déjalo aún eres muy pequeña para comprenderlo.

No entendía lo que le pasaba a papá, seguro que estaba raro porque había tenido que comerse el lenguado, porque a papá tampoco le gusta el pescado, él siempre dice que prefiere un buen filete a una cosa que está todo el día en remojo.

- Todavía no te he dado mi regalo - me dijo papá.

Yo lo miré asombrada porque pensaba que su regalo había sido también el servilletero de plata. Papá chasqueó los dedos y un camarero trajo la bicicleta azul brillante con el cestito blanco entre el manillar.

- Papá, es justo lo que yo quería - grité y le abracé muy fuerte -. Te quiero mucho papá.

Papá me dejó en el suelo y yo corrí hasta la bicicleta que ya la habían rodeado todos mis primos.

- ¡Qué bonita es! - dijo Merceditas.

- ¡Bah! Es una bicicleta de niñas - dijo Tomás, pero yo noté que tenía envidia porque él tenía que compartir su bicicleta con Jaime y esta era para mí sola.

Estaba a punto de probar la bicicleta cuando me chilló mamá.

- ¡Silvia!, ¡el vestido! - y después le dijo a papá -. Solo se te puede ocurrir a ti traerle aquí la bicicleta a la niña. No podías haber esperado y dársela en casa.

Papá y mamá empezaron a discutir. Papá decía que mamá no le dejaba ni respirar y que estaba harto de sus remilgos y mamá le decía que si no fuese por ella que no habría sido nada de provecho en esta vida. Y yo comenzaba a estar harta de llevar un vestido caro con muchos volantes. Al final la tía Milagros cogió a mamá y le dijo que se tranquilizase, que era mi comunión y que me estaban estropeando el día y que si me manchaba el vestido que no pasaba nada, que se llevaba al tinte y en paz.

Mis primos y yo pasamos el resto de la tarde montando en la bicicleta por turnos, aunque yo decía quien subía más tiempo. Merceditas y yo pusimos mi muñeca de comunión y una bolsa de peladillas en el cestito. Tomás se enfadó.

- Yo no subo en una bicicleta con muñecas.

- Pues entonces no montes, mejor para los demás.

Pero Tomás cuando llevaba un rato mirando aburrido, decidió que ya no le importaba llevar a mi muñeca y, al final, casi tuvimos que bajarle de la bicicleta porque no paraba de dar vueltas con ella.

Casi cuando estaba oscureciendo se empezaron a marchar los invitados, primero los otros abuelos con la tía Milagros y el tío Roberto, luego se fueron la tía Lola y el tío Fernando y, por fin, se llevaron al asqueroso del primo Luisito y a sus mocos. Las amigas de mamá volvieron a pellizcarme los mofletes para despedirse de mí. Y los últimos que se marcharon fueron el tío Paco y la tía Ursula con mis primos.

Después de que papá estuviese un rato hablando con el señor pingüino nos marchamos a casa. Yo iba cargada con todos mis regalos y papá puso mi bicicleta en el maletero del coche. Mamá miraba con pena mi vestido porque los volantes estaban un poco sucios, yo pensé que si hubiese llevado un vestido barato, sin volantes, a lo mejor no me hubiese ensuciado. Papá y mamá no hablaron en el coche y yo me entretuve volviendo a mirar mis regalos. Cuando llegamos a casa papá y mamá seguían sin hablarse, a mí me daba mucha pena verlos tan tristes.

- Muchas gracias por este día, me lo he pasado muy bien. Os quiero mucho a los dos – les dije y les di un abrazo a cada uno.

- Y nosotros a ti – me dijo mamá que pareció ponerse un poco más contenta.

Papá le dijo a mamá que lo sentía y ella le dijo que también y se dieron un abrazo. Después mamá me hizo la cena y después de cenar me acosté con mi muñeca de la primera comunión.

Así pasé todo el día que, después de todo, no fue tan malo. Me dio mucha pena que no pudieses estar conmigo aunque mamá me ha dicho que seguro que me viste desde el cielo y que mi vestido te gustó mucho. Prometo volver a escribirte muy pronto. Te quiere mucho.

Silvia


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